‘Coordinando sueños’, de Carlos Enrique Cavelier (Por capítulos) | EL ESPECTADOR

2022-12-08 12:14:53 By : Ms. Lisa Tan

En una entrevista que le hicieron al grupo musical Los del Río, autor del hit “Macarena”, le preguntaron a uno de los integrantes cuándo sacarían la canción que sobrepasaría ese éxito. La respuesta fue simple: “Cuando Frank Sinatra saque algo mejor que ‘New York, New York’”. Todos soñamos de una manera u otra con nuestros 15 minutos de fama, sobre todo después de un proceso de reconstrucción personal y profesional con caídas y levantadas que había iniciado después de graduarme del Liceo Francés y que había continuado en Vermont, Harvard, la Universidad de los Andes y el Ministerio de Justicia. Ahora el reto era empresarial. Tenía que aspirar a mis 15 minutos.

El viaje a Francia y Alemania en octubre de 1992 significó el inicio de una ruptura de paradigmas muy grande para mí en lo personal y para La Alquería. No obstante, estaba acompañado de tres elementos fundamentales: la política económica del presidente Gaviria, la llegada de Tetra Pak y Parmalat a Colombia, y la necesidad de darle la vuelta al modelo de negocio de La Alquería, que ya estaba nuevamente agotado. A finales de los años sesenta había terminado el ciclo de la botella de vidrio y el cartón parafinado, a finales de los setenta se había agotado la bolsa plástica, y ahora, a principios de los noventa, el cartón rojo llegaba a su fin y la garrafa inglesa no era sino un respiro. Había que ser radicales, pero las dudas nos invadían: ¿habíamos encontrado la ‘piedra filosofal ‘de la leche con la leche larga vida en bolsa? ¿Seríamos capaces de hacer la diferencia en el mercado lechero? ¿Podríamos convertirnos en una empresa con alcance nacional? ¿Tendríamos la capacidad de producir un millón de litros diarios? Pero, sobre todo, ¿funcionaría el experimento de la leche larga vida? Aventurarnos en esta búsqueda sería arriesgarlo el todo por el todo. Entre los ejecutivos de la empresa nos lo decíamos, pero tampoco lo creíamos con total certeza. La Alquería vendía en ese momento $7.000 millones de pesos, que era un poco más de $11 millones de dólares. El margen bruto de 1992 era el 11% y el neto era inferior al 2%, y la inversión en el proyecto larga vida era de $2 millones de dólares, una suma que era varias veces superior al margen bruto, es decir, algo impensable para nosotros en ese momento. Para ello, decíamos, habría que hipotecar una gran parte de la finca, pues los bancos no nos prestarían el dinero sin una garantía real de los socios.

Sabíamos que el sistema Tetra Pak era técnicamente perfecto para la leche larga vida, pero creíamos que no había espacio en el bolsillo del consumidor colombiano para comprar la leche empacada con este sistema. Alpina había sacado ya el proyecto, algo muy bien pensado para su modelo de negocio, que era de alto valor agregado, con productos como los yogures y los quesos: un litro de leche en bolsa costaba $400, pero un litro de leche en cartón costaba un 50% más, lo que lo asemejaba al precio de un litro de yogur. Además, estos altos precios y márgenes para el cartón había hecho que los márgenes para los supermercados fueran altos, alrededor de 15%, cuando la leche tenía anteriormente solo un 3%. El despliegue publicitario que habían hecho Alpina de su producto larga vida era enorme y había logrado capturar parte del segmento alto del mercado.

Nuestra mayor duda sobre el sistema Prepac estéril para la leche larga vida era si técnicamente funcionaba de verdad, es decir, si con este se podrían envasar grandes volúmenes durante varios turnos a la semana continuamente sin perder esterilidad. En la visita a la planta de Pascual en Aranda del Duero (España) montada por Tetra Pak, nos dimos cuenta de que era un ejemplo extraordinario de una tecnología que tenía un funcionamiento comercialmente perfecto: solo se habían registrado entre uno y diez daños por cada 100.000 unidades de leche en cartón Tetra Pak sacadas al mercado. Estas eran cifras de Tetra Pak en Europa, que en países latinos tendían a subir porque las amas de casa solían conversar más entre sí que las europeas, por lo cual había más conciencia de los daños del producto entre los consumidores.

Como lo comenté atrás en el caso de la leche con sabor agrio de Puerto Salgar, los problemas de calidad en una planta de leche pueden significar la quiebra de la empresa en un par de días. Afortunadamente no fue nuestro caso, pero recuerdo muy bien que en 1986 un periódico colombiano —un ‘tabloide’, más bien—, buscando quizás alguna ‘chiva’ de manera malintencionada, publicó un informe que decía que la leche de Algarra tenía “mesófilos”13. La consecuencia fue que al día siguiente, y durante los siguientes tres días, las ventas de la marca disminuyeron un 70%. Todos en La Alquería tuvimos siempre una buena relación con la familia Vargas —fundadores y, por aquel entonces, propietarios de Algarra— y decidimos recibirles la leche sobrante y procesarla toda. Daniel Gaviria me decía unos años después que si no hubiéramos recibido esa leche de Algarra para procesarla, la leche se habría dañado con el tiempo y se habría perdido, con lo cual la empresa seguramente habría cerrado. Como dije anteriormente, el control de precios que existía en el país antes de la Apertura Económica hacía que la leche fuera muy escasa en el país, por lo cual un freno súbito en las ventas y la producción habría sido catastrófico para ellos.

La duda, entonces, estaba entre el sistema Tetra Pak y el sistema Prepac. El descubrimiento del sistema Prepac se lo debemos al director regional comercial de la fábrica holandesa de equipos lácteos Stork, Marteen Dirkzwager. Marteen había sido una ‘víctima ‘de la fusión en 1990 entre Tetra Pak y Alfa Laval. Esta última había sido pionera en la fabricación de maquinaria de procesos lecheros desde que el ingeniero sueco Adolfo Laval diseñara, a finales del siglo XIX, la primera separadora de leche y crema por centrifugación. Por su parte, la familia sueca Raussig había fundado Tetra Pak a finales de la Segunda Guerra Mundial con la idea de que un empaque debía ayudarle al consumidor a ahorrar en vez de costarle. El fundador, Ruben Raussig, profesor de matemáticas, argumentaba que un tetraedro —un poliedro de cuatro caras— era la forma geométrica por excelencia que menos espacio requería para cualquier volumen, un hecho que habían descubierto los matemáticos del Renacimiento; de esta forma, el tetraedro era la forma más eficiente de amparar un líquido (de allí el nombre, Tetra Pak). Con este producto, Tetra Pak se convirtió en la mayor empresa de empaque de comida a nivel mundial, y en 1990 había llegado el momento de fusionarse con otro gigante sueco para crear una integración vertical que iba desde la llegada de la leche a la planta, que pasaba por el proceso y que llegaba hasta el empaque y embalaje final; una muy buena oferta de integración vertical para las empresas alimenticias. “The works” (‘el todo’), como se diría en inglés.

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Stork, con sede en Holanda, era la competencia de Alfa Laval y no tenía una fórmula de empaque para ofrecer, pero Marteen, un gran conocedor de la industria lechera, nos ofrecía el matrimonio entre Stork y Prepac. Sabíamos que el esterilizador —la máquina pasteurizadora que dejaba la leche estéril a 140 grados— funcionaba perfectamente, pero dudábamos de Prepac por su forma particular de administración, a la antigua y sin una gerencia o una organización formal, como si la tenía TetraPak. Prepac era el invento de un genial ingeniero francés, piloto condecorado de la Segunda Guerra Mundial y miembro de la aristocracia francesa, llamado Roland de la Poype14 (de hecho, era el hombre de cierta edad que habíamos visto con Daniel Gaviria en el estand de Prepac en la feria francesa que visitamos ese mismo años de 1992). De la Poype había inventado las máquinas Prepac de bolsa fresca que habían causado una disrupción en la industria láctea y de empaques de alimentos líquidos en América Latina, entre otras regiones, en los años setenta. A diferencia de Tetra Pak —que era una empresa con una gerencia sólida y un crecimiento ordenado—, Prepac había desarrollado un modelo de franquicias por medio de conocidos de la Poype en diferentes países. Su taller en Villejuif, una comuna parisina ubicada al sur de la capital francesa, se dedicaba solo a fabricar las máquinas, mientras que los franquiciados en los diferentes países las vendían y producían los empaques para su uso. Prepac Francia era, de alguna manera, el taller de ‘Giro Sintornillos’, el locato inventor amigo de la tira cómica de Mickey y Tribilín. Roland de la Poype era un ser extraordinario que tenía profundos intereses en la vida marítima: había fundado Marineland, una parque de atracciones y zoológico marino ubicado cerca a Cannes, para salvaguardar la vida marina, y le gustaba más conversar de ballenas, cachalotes, delfines y de su alimentación y preservación que de su maquinaria de Prepac; su segunda señora, que era escultora, utilizaba los huesos de estos mamíferos marinos para su trabajo. La gerencia de Prepac era virtualmente inexistente y se resumía en el trabajo de una de sus hijas, Katherine; de Christophe Hille, un financiero muy amable; y de un ingeniero industrial que era un genio, Albert Suzinni. Mientras que uno llegaba a la sede principal de Tetra Pak en Lund, en el mar Báltico, a las oficinas de madera de pino más bellas del mundo, en Villejuif seguramente la casona que albergaba Prepac databa de principios del siglo XIX y no había tenido mayores cambios desde entonces. Así de gráficas eran también las diferencias gerenciales entre las dos empresas, y reflejaban lo que nosotros podíamos esperar de ellas. De todos modos, al final vimos que la envasadora Prepac funcionaría a las mil maravillas, pues las diferencias en ingeniería no existían. Prepac funcionaba perfecto para La Alquería, así tuviéramos que suplir las partes y aprender del mantenimiento de las máquinas.

Después de nuestra reunión de serendipia en Frankfurt con los chilenos, seguimos jalando el hilo para ver dónde nos llevaba. El 1 de febrero de 1993 nos embarcamos con Daniel Gaviria a Santiago para llegar a la lejana provincia donde quedaba el municipio de Loncoche, casa de Loncoleche —empresa hija de Watts, el gigante productor de jugos chileno—, pues allá estaban las máquinas de Prepac operando y queríamos entender su funcionamiento. Luego de visitar la bella fábrica de Soprole en Santiago, donde también había una máquina de Prepac funcionando, partimos en avión hacia Temuco, la cuna de Pablo Neruda. El viaje de allí hacia el sur nos tomó varias horas en carro para llegar a Loncoche. Allá conversamos todo el día con los directores de planta, los ingenieros y los operarios sobre el funcionamiento de Prepac.

Eran muchos los temas que queríamos discutir con ellos, todos propios de un ingeniero: la operación de la máquina (la cantidad de golpes por minuto, las cadencias de la máquina, los tiempos de recambio de rollos de empaque, la duración de cada rollo, el número de operarios por máquina), el rendimiento, las roturas, la calidad del empaque, el empaque secundario (el sobreempaque que deben llevar muchos productos), la vida útil, la aceptación del cliente, y la aceptación y el uso del producto por parte del consumidor. El sistema Prepac tenía una flexibilidad que Tetra Pak generalmente no ha tenido: el cambio de tamaño del empaque se podía realizar en las máquinas de Prepac en cuestión de minutos, frente a las largas horas o días que esto tomaba en unos pocos tipos de máquinas Tetra Pak. En el sistema Prepac, un ligero ajuste de la extensión de las mordazas que sellaban la leche hacia arriba y hacia abajo permitía esos cambios de volumen; mientras tanto, en el sistema Tetra Pak había que abrir la máquina, desmontar una parte y montar ‘el kit ‘de cambio de tamaño.

El tema de la calidad del empaque era muy crítico (como lo contaré luego en el caso del cartón rojo). Era obvio que no podría tener aperturas o filtraciones, sobre todo porque había un salto cuántico de orden de magnitud en la tecnología del proceso: significaba pasar de la pasteurización, una tecnología en fresco con refrigeración, a la ultrapasteurización, que permitiría tener un producto que podía durar 45 días sin refrigeración. En La Alquería, los pasteurizadores habían existido en bache en forma de “una gran olla que hervía la leche”, que fue como inició en la empresa. Luego se pasó a los continuos, es decir, a flujos que iban desde un tanque de leche cruda, pasaban por el pasteurizador y terminaban en un tanque de leche pasteurizada: con este sistema, lográbamos procesar 3.000 litros hora en flujo desde el tanque de almacenamiento de leche cruda al tanque de almacenamiento de leche pasteurizada lista para envasar. Entonces, los ultrapasteurizadores eran como pasar del avión de hélice al jet presurizado, pues manejaban niveles de complejidad muchísimo más altos. El proceso de empaque en la pasteurización tenía roturas, y aunque tenía solo 48 horas de vida útil (como sucedía en 1995) y la leche estaba refrigerada, el empaque se mojaba con la leche que se regaba; por ello, el consumidor se veía obligado a limpiar la bolsa para llevarla a casa, aunque esto no incidía en la calidad del producto, pero indudablemente sí lo hacía en su aspecto y olor. En cambio, con la ultrapasteurización el producto podía durar 45 días sin refrigeración, pero el riesgo era que una sola filtración, incluso por un microagujero, permitiría la entrada de aire del ambiente, con lo cual el producto perdía su esterilidad. El empaque de pasteurización estaba compuesto por una capa de plástico extruido —es decir, que sale de una cabeza que calienta los pellets y los vuelve una capa—, mientras que el de ultrapasteurización ya tenía tres capas coextruidas (hoy son siete capas, pero de menor grosor), lo que en términos estadísticos hacía muy difícil que un microagujero en una capa coincidiera con otro de la otra capa. Por eso, las tres capas eran críticas en el sistema Prepac.

El hecho de que un producto de larga vida perdiera esterilidad significaba la muerte del proceso y nos producía pánico. ¿Qué pasaba si un día salían 10.000 bolsas al mercado y las devolvían a la siguiente semana por inesterilidad? Además, esta se manifestaba a los ojos del consumidor de maneras muy desagradables: la bolsa se inflaba como un balón al crecer la actividad bacteriana al interior, pues no tenía forma de salir; o al abrir la bolsa, el líquido que salía parecía leche cortada. La leche larga vida no permitía medias tintas: era estéril o no estéril15. En Loncoche, el ingeniero Francisco Carrasco se mostró muy interesado en apoyarnos en la futura operación; era profesor de la carrera de Ingeniería de Alimentos en la Universidad de Valdivia y tenía un profundo conocimiento sobre procesos lecheros, ultrapasteurización y las máquinas Prepac.

El pasteurizador —el equipo que permitía levantar la temperatura de la leche para eliminar las bacterias de manera industrial— había sido diseñado con principios del gran científico francés Louis Pasteur, a quien mencioné antes y quien había entendido que con un golpe de calor morían las bacterias presentes en la leche (de ahí, obviamente, el nombre del proceso). Sin embargo, había sido diseñado en baches, que era la forma como habían llegado a Rionegro los primeros tanques de pasteurización en 1959: eran unas ollas grandes con aspas que giraban lentamente con la ayuda de aspas enormes y a temperaturas de 76 grados durante varios minutos. Luego vinieron los pasteurizadores en línea, que en La Alquería tenían una capacidad instalada de alrededor de 7.000 litros por hora y cada turno era seguido de un lavado intermedio de una hora para luego seguir operando. El ultrapasteurizador, por el contrario, era una máquina que nos obligaba a cambiar radicalmente algunas prácticas por varias razones.

Primero, porque nos obligaba a trabajar en un ambiente estéril. Usando los términos médicos de mi abuelo, antes éramos como el cirujano que opera en su consultorio particular con gente pasando a su lado y con instrumentos lavados, pero no esterilizados. El ambiente en una línea de ultrapasteurización no tiene bacterias que puedan afectar el desempeño comercial o nutricional del producto. De allí la campaña de “0 Bacterias” que pautamos en medios de comunicación en el año 2000, como lo veremos más adelante. Y segundo, porque el costo del ultrapasteurizador era muchísimo más elevado que el del pasteurizador (alrededor de cinco veces más) y requería de conexiones no desarmables con el resto de la línea, ya fuera con el tanque aséptico (un tanque que preserva la esterilidad del producto y permite balances en los procesos) o con la llegada del producto a la envasadora. Por supuesto, esto último aumentaba los costos contra su par. La envasadora Prepac, que era el segundo equipo fundamental en este cambio de tecnología, tenía por su parte varios bemoles que debíamos resolver: el empate de los rollos de empaque uno con otro, la esterilidad interna de la máquina y los sellados, pero el más crítico era sin duda el mantenimiento de la máquina. Una ruptura de pieza nos podía costar hasta tres días de producción mientras venía un técnico de Francia a repararla. Allí empieza uno a aprender, como dice el dicho popular, que “el diablo está en los detalles”.

Volvimos a Santiago y al día siguiente madrugamos con Daniel para viajar a Buenos Aires a conocer la muy famosa y destacada La Serenísima, la empresa lechera más grande y más famosa de Argentina, donde había cuatro máquinas Prepac funcionando cerca del aeropuerto de Buenos Aires, Ezeiza, en la planta de Cañuelas. Nos recibió en el aeropuerto un uruguayo muy particular, Gerardo Costa, que trabajaba para Prepac, pero que tenía una facilidad de palabra tan grande que podía hablar dos horas sin parar sobre las bondades y las desbondades de su sistema de producción, de los países y de sus sistemas políticos (a veces todo al mismo tiempo). Esto hizo que las conversaciones fueran unos monólogos agotadores de horas y horas. Nos reunimos allí igualmente con Ipesa, productor del empaque tricapa, que pegaba tres capas de polietileno juntas. Eran los proveedores de empaques de Loncoleche, Soprole y La Serenísima en Argentina, y de Conaprole en Uruguay. El viaje nos había abierto los ojos a un universo mucho más amplio que el que teníamos en mente.

En aquel entonces, Prepac había iniciado un joint venture con empresarios uruguayos en la zona franca del aeropuerto de Montevideo y estaba produciendo máquinas para el sur del continente. A pesar del orden del pequeño taller que tenían instalado allí, nos daba poca confianza que las máquinas no tuvieran la misma calidad que las del taller dirigido por el señor Suzinni en París. Es que fallar no podía ser una opción.

A Enrique lo conocí alrededor de 1980 en unas vacaciones de la universidad en que acompañé a mi padre a conversar con él en la gerencia de Carulla. La Alquería acababa de lanzar la leche en cartón rojo, que haría crecer a la empresa de manera significativa durante los siguientes años. A inicios de la década de los noventas, la compañía estaba haciendo la transición de una empresa artesanal y familiar a una moderna y profesional, sin querer dejar de ser familiar. Hubo departamentos más complejos de montar debido a lo que en la familia desconocíamos del negocio (ventas, mercadeo y administración), mientras que los relacionados con los procesos básicos de recolección y procesamiento de la leche, que ya existían y se administraban adecuadamente, solo sufrieron ajustes menores.

¿Dónde está la firma de Enrique Luque en estos procesos de ajuste organizacional? Por todas partes, pero sobre todo en mercadeo, en el esfuerzo de poner un elemento intangible, una marca, en la mente de los consumidores. “Una marca es una franquicia que el consumidor le ha otorgado a usted en una categoría para que usted le entregue productos en los que él confía”, solía decirme. El impacto del legendario gerente de Carulla en La Alquería empieza en 1978, cuando se reúnen Enrique Cavelier Gaviria y Enrique Luque Carulla y deciden darle una nueva apariencia a la leche que se envasaba en bolsa fresca, y que le había dado una vuelta de 180o a la industria a finales de la década de los setenta, como lo describí anteriormente: pusieron a la leche en un empaque novedoso y fácil de usar que les garantizaba a los consumidores una mejor calidad del producto. Este fue el nacimiento del cartón rojo de Alquería. Era la nueva versión del cartón de parafina de inicios de los sesentas, pero ahora venía con selles de plástico, el material en boga a finales de los setentas. No era la parafina caliente la que permitía la hermeticidad al envase, sino que ahora el responsable era el plástico de las paredes del cartón. Además, con la evolución de la industria de impresión, había nuevos tamaños y diseños de empaques en el mercado.

Carulla había sido el primer gran supermercado en Colombia al que la gente iba a mercar. Enrique, quien había llegado hacia la mitad de los años setenta a la gerencia de Carulla, sabía que podía hacer rotar mucho más sus inventarios. Como se destaca en el libro Una mirada a la historia del mercadeo en Colombia: Testimonio de Enrique Luque Carulla 1930-2006, escrito por el académico Carlos Dávila y otros autores, la cadena de supermercados implementó varias iniciativas que fueron revolucionarias para el comercio de la época. Entre ellas estuvo la implementación en todos los supermercados, en 1978, de la panadería centralizada en las bodegas y la entrega temprana a cada punto de venta y la oferta diferenciada de la leche para que los consumidores fueran todos los días al supermercado “por el pan y la leche” y, de paso, agrandaran su compra con el resto de productos disponibles en el mercado.

Un día cualquiera de 1988 me dijo lo siguiente: “Yo les pregunté a las consumidoras qué leche preferirían: me dijeron ‘Alquería’ por su calidad y sabor. Pero la bolsa fresca se rompía, era babosa, olía mal y dejaba unas piscinas enormes de leche. Reempacamos la misma calidad de Alquería en un cartón rojo plastificado que trajimos con su padre, garantizando su hermeticidad, que era un elemento crítico del proceso, y saqué las bolsas de los almacenes”. Hoy me parece oír su voz: “Mire lo que dice la caja: ‘Sírvase directamente de este empaque’. Eso lo pusimos hace 10 años con su padre para que la gente le retomara confianza a la leche. Aquí entraba cualquiera a procesar cualquier leche, pero ustedes mantuvieron la calidad y la gente lo sabía. Teníamos que reiterarle a la señora la confianza que tenía en Carulla ofreciéndole leche Alquería en un empaque único junto a un pan muy especial”.

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Con el “Yo les pregunté a las consumidoras” se abrió una enorme caja de Pandora positiva para mí. Un día, conversando con él sobre la crema de leche, me dijo: “Ah, ¿quiere saber más de eso? Hagamos unos grupos de foco”. Me presentó a una investigadora, me hizo la propuesta y fui al proceso. Yo había oído del concepto de grupo de foco, pues lo había usado Robert K. Merton, profesor de la Universidad de Columbia, el padre del funcionalismo moderno en la sociología y uno de los investigadores sociales que más admiraba. Cuando vi todo el proceso de los grupos de foco, me dije, ‘a lo Steve Jobs’: “Ya sé cómo se van uniendo estos puntos en mi vida”. Entendí que mi experiencia universitaria en investigación en sociología y etnografía podía tener un uso práctico en mi nueva vida como empresario. Me enamoré de la investigación y La Alquería, literalmente, volvió los ojos al consumidor.

Pero volvamos a Enrique Luque y a sus recomendaciones. En el empaque se le quitó el palito a la ‘A’ de Alquería debido a un cambio en las normas legales. No obstante, al abolir la ‘clase A’, la aes se volvieron triángulos, y como lo decía él, “este empaque está lleno de triángulos; hágalo más cercano a sus consumidoras”, me repetía, conociendo seguramente el axioma que dice que las mujeres prefieren las formas suaves y redondas a las rígidas y cuadradas. Le dejamos únicamente un triángulo y le reforzamos el rojo, pero el nombre ‘La Alquería’ (con el triángulo de la antigua ‘A’) no decía nada. “Usted que tiene tan buena leche, búsquese un sello de calidad que le reitere a los consumidores lo que usted hace”,finalizó. Fue justamente de allí que vino nuestro interés en Quality Chekd cuando oímos de ellos.

Algo desesperado y con la pobrísima experiencia que tenía como administrador público en mercadeo, un día de 1993 le pedí a Grey, nuestra agencia de publicidad, que pusiéramos una vaca en un sello que hiciera referencia al sello de calidad que nos rondaba en la cabeza hace un tiempo. Lo pusimos y lo lanzamos, con el tristísimo resultado de que la vaca parecía un “San Bernardo vacuno” (Figura 2), como nos dijeron algunas consumidoras unos años más adelante en los grupos de foco. Finalmente, gracias al enorme paquete de lecciones de Enrique, llegamos al diseño de la vaca actual de Claudio Arango (Figura 3), el gran diseñador colombiano (autor del nuevo logo de Juan Valdez y del anterior de Carulla, entre muchos otros). El logo obtuvo el segundo lugar en un concurso hecho por la revista Proyecto Diseño en 2003 entre expertos de identidad visual corporativa.

En nuestro primer comercial de televisión, en 1997, invitamos a las amas de casa a que no hirvieran la leche larga vida, pues su consumo era completamente seguro. Esta decisión llevaba la firma de Enrique Luque cuadro a cuadro. Toda la experiencia estudiada y llevada a la práctica por Enrique Luque y papá en 1978 se repetía 20 años más tarde, cuando en el comercial la mamá le sirve directamente la leche en el vaso a su hija, quien la toma con gusto, pero esta vez de la bolsa larga vida seca y brillante de tres capas que vuelve a incluir el letrero del cartón rojo (‘Consúmase directamente de este envase’). Este caso lo describiré más adelante en la sección de mercadeo.

Cuando Enrique se retiró de Carulla, en 1989, se trasladó a una enorme oficina en la calle 127. Allí fui en muchas ocasiones a trabajar en las investigaciones que él mismo me enseñó a hacer, y sobre todo a leerlas y a interpretarlas. “¿Dónde está su sello de calidad?”, me preguntaba. “¿Ya sabe cómo va a ser La Alquería en 10 o 20 años?”

La ingeniería mecánica que estudió Enrique Luque en la Universidad de McGill (Canadá) se refleja hoy en los millones de empaques de leche que salen al mercado con el sello de QChekd, así como en el trabajo paciente e incansable de los equipos de calidad en el cumplimiento estricto de las reglas del PMO (Pasteurized Milk Ordinance, la reglamentación de procesamiento de leche para consumo en Estados Unidos).

Recuerdo que otro día de 1990 me dijo lo siguiente: “Mire la nueva inclusión del Dane de la comida fuera de casa en el IPC. ¿Eso qué le dice?”. Esto me llevó a hacer la tarea de poner leches en empaques personales en las tiendas. “Míreme este estudio”, me dijo hace 30 años, “yo creo que la ciudad está subabastecida de leche”. ¿Qué quería decir esto?, me preguntaba yo. La clave era saber para quién: ¿para el alcalde, para el director de Corabastos, para el ministro de Salud? No, era una lección socrática de distribución y merchandising que siempre retumbará en los oídos de Alquería: no se puede entregar en tiendas y supermercados con el mismo camión. El cambio de cassette para el conductor del camión era muy difícil: la entrega en supermercados es literalmente la entrega de un pedido, mientras que en la tienda hay que realizar una venta. Por ende, ambas son labores muy diferentes. Danone, en la alianza que haríamos con ellos más tarde y que describiré más adelante, nos refutaba esto todo el tiempo, pero seguimos aplicando la lección de Enrique Luque.

“Tengo amigo tendero de cada estrato en los cuatro rincones de la ciudad, y voy de vez en cuando a que me cuente cosas. A ver qué ha habido, qué le dicen las señoras”. Si hay algo que resalta el libro sobre Enrique Luque que mencioné más atrás es su conocimiento y su obsesión con el consumidor, que a fin de cuentas es la esencia del mercadeo. La trayectoria profesional de Enrique Luque Carulla deber ser estudiada por todo colombiano interesado en el mercadeo y en la historia de la industria y el comercio en Colombia. Fue, sencillamente, mi mentor en mercadeo: no le pude aprender de cerca a nadie en esta área. El suyo fue un conocimiento enseñado con paciencia y cariño de mentor, y será —como dicen los viejos yoguis del bajo Himalaya— lo que lo tiene ya en la eternidad.

Aunque en La Alquería queríamos cambiar el estatus quo, revolucionar el mercado de la leche, por ahora había que preguntarles a las amas de casa qué pensaban sobre la idea de una leche larga vida en bolsa. Volvían las enseñanzas de Enrique Luque a la palestra, la investigación constante en este caso. Nos decidimos por un par de personajes algo curiosos para hacer los grupos de foco, muy formales y con saco, corbata y chaleco para las entrevistas. Yo creía, por las enseñanzas de Enrique, que el mercado objetivo (también conocido como el target) no podía ser la clase alta. Recuerdo que en una ocasión Enrique me dijo lo siguiente: “Aquí las empresas exitosas lo han sido porque hay mercados cerrados y les han vendido productos a las clases altas”. La Alquería vendía el cartón rojo y, ahora, la garrafa inglesa, pero el 60% de sus ventas en litros estaban en el sur de Bogotá y en bolsas de leche frescas. Por eso, debíamos centrarnos en el sur y en los barrios pobres de Suba para llevar allí leche de alta calidad. Queríamos democratizar la leche de buena calidad y que llegara a todo el país.

Seguramente el 95% o más de la leche pasteurizada vendida en Colombia se vendía en bolsa fresca. Se exceptuaban nuestras ventas de garrafa y nuestros dos competidores en el mercado de cartón, Alpina y Nestlé. Nuestro mercado objetivo era la clase media y nuestra misión era, reitero, democratizar y hacer llegar la leche de buena calidad a todos los colombianos. Hasta entonces, el consumidor compraba la leche diariamente, cuando faltaban dos días para la fecha de vencimiento, y esto se convertía en la razón principal de compra, por encima de la marca, cuando se enfrentaba a varias opciones en el supermercado o en la tienda. Las amas de casa iban —y siguen hoy— yendo a las tiendas diariamente a comprar la leche, pero en ese momento no podían comprar sino la del diario, pues se les dañaba si compraban más de lo necesario para el día.

En el primer grupo de foco en 1993 se explicó a los asistentes el concepto de ‘leche larga vida’, cuya vida extendida era el resultado de un proceso de choque de temperatura y un empaque especial. Hasta entonces, las amas de casa miraban con mucha sospecha una leche que no requería refrigeración, pues según ellas, “tenía químicos”, lo cual era incorrecto, pues no eran químicos sino procesos físicos, pues los cambios de temperatura eliminaban las bacterias de la leche. Mientras oía estos debates —detrás del famoso espejo de doble faz desde donde uno ve a los participantes del grupo de foco hablando, pero ellos no lo ven a uno—, pensé que los investigadores estaban induciendo a los asistentes al sesgo de “los químicos”, por lo cual los interrumpí y les pedí que dejaran fluir más la conversación. Al final, contratamos a otra agencia para hacer los grupos de foco.

No obstante, la verdad es que los investigadores iniciales tenían razón. El sesgo, la creencia sobre “los químicos” volvió a aparecer en las consumidoras del nuevo equipo de grupos de foco con la nueva agencia. Era obvio: para una persona normal, el que la leche fuera consumible de un día para otro sin la necesidad de refrigerarla se podría deber a la presencia de algún químico que la mantuviera “en buen estado”. Fue nuestro ‘descubrimiento’ del insight, concepto usado comúnmente en psicología y mercadeo, que se refiere a una idea o percepción del consumidor que termina siendo clave en un proceso de construcción del concepto. El sesgo hacía “los químicos” fue nuestra principal conclusión de los grupos de foco, lo cual, de paso, no nos alegraba. Nosotros teníamos muchas dudas sobre las razones por las cuales la gente hervía la leche en la casa, comportamiento que denotaba la desconfianza de los consumidores en el producto. Recordaba un dato demográfico que había encontrado en medio de mis campañas políticas con Luis Carlos Galán: en 1988, la mitad de la población de Bogotá no había nacido en la ciudad, lo que quería decir que muy seguramente había inmigrado del campo, donde la leche era ordeñada y existía la costumbre de hervirla como el agua por razones de higiene; era “la pasteurización artesanal”. Entonces, como se tenía la creencia de que la calidad de la leche en las ciudades era bastante regular, la gente que venía del campo a establecerse en Bogotá seguía hirviendo la leche.

Las pruebas de calidad de la leche para las amas de casa en sus hogares eran básicamente el olor y si se ‘cortaba’. Como la fecha de vencimiento era generalmente dos días después de comprada, la compra era diaria, pero si se dejaba en la casa dos días abierta y no se había cortado, la leche podía “estar buena” para el ama de casa. Este no era el caso de la leche de excelente calidad: nuestros cartones y garrafas podrían “hacer el milagrito” de durar cuatro días, y las consumidoras lo sabían.

Con el trabajo que hacíamos con los ganaderos, sumado a los recuentos inferiores a las 100.000 UFC en leche cruda, la refrigeración en la finca y el cuidado en la planta que mencioné arriba, después de la pasteurización obteníamos leches de 4.500 UFC para salir al mercado. Así, la duración de la leche podía alcanzar los cuatro días una vez abierta, pero al interrumpirse la cadena de refrigeración, y después de pasar los 6°C, empezaba el crecimiento bacteriano. Las neveras de los supermercados rara vez estaban por debajo de los 8°C, y solo al llegar a las neveras de los hogares la leche volvía a estar a 4° o 5°C. Con esto ya había habido un corte de la cadena del frío. Milton Scherpf, de QChekd, nos decía que la leche no era diferente de un helado: cuando el helado sobrepasaba el punto de congelación —es decir, llegaba a 1°C—, se empezaba a derretir, y se cristalizaba al volver a los –5o o –10 °C en el hogar, pero el producto ya no sería el mismo, pues tendría cristales de agua que alteraban su textura y sabor; algo parecido sucedía con la leche pasteurizada al pasar de los 6°C, lo que se traducía en una vida más corta. De esta forma, si lográbamos envasar en estéril la excelente leche lograda en los hatos sabaneros con menos de 100.000 UFC luego de la ultrapasteurización, sabiendo que ya abierta en los hogares estaría a una temperatura de 4°C en neveras, podríamos lograr los 15 días de vida útil que tenían las leches en las neveras de los hogares de los Estados Unidos. Por supuesto, explicar todo esto a las amas de casa no era fácil, y no solo en los grupos de foco, sino al público en general, que estaba tan temeroso de “los químicos”. Poco a poco, todas las preguntas que nos hacíamos en ese momento se resolverían con la experiencia y la investigación.

Los resultados de los grupos de foco que organizamos no fueron malos, pero tampoco fueron concluyentes. Resolvimos entonces hacer un estudio cuantitativo con producto. Le encargamos a Gerardo Costa, de Prepac Argentina, una estiba de alrededor de 1.000 bolsas de leche a Soprole en Montevideo, envasadas en empaque blanco y sin marca para evitar sesgos. Daniel Gaviria había sido asistente de Alfonso González Caro, extraordinario ingeniero civil de la Nacional y doctor en sistemas de la universidades de Illinois y Harvard, director del Dane y ganadero. En su trabajo en el Dane, Daniel había aprendido de metodologías de encuestas cuantitativas y conocía a las personas que las podrían llevar a cabo. Por confidencialidad, no queríamos que nadie se enterara del proyecto. Contratamos a estas personas, las entrenamos en los cuestionarios que habíamos preparado meticulosamente y salimos a hacer el estudio con una entrevista inicial, dejando luego el producto en los hogares para su prueba y ensayo. Luego, regresamos a los hogares con otra encuesta adicional para entender la experiencia de uso y consumo de la leche. No queríamos que nadie supiera del proyecto, pues esperábamos estar detrás de la piedra filosofal. Además, éramos conscientes de ‘la primera causa de muerte en Colombia’ — parafraseando a ‘Cochise ‘Rodríguez, el famoso ciclista colombiano, como lo dije en la introducción16— que podíamos despertar en la competencia. La verdadera posición del consumidor frente a “los químicos” en la leche, así como la forma de vencer el obstáculo en su mente para motivarlo a comprar la leche larga vida, podría ser el tesoro que estábamos buscando para disparar a La Alquería en Bogotá y luego nacionalmente. Como casi toda la leche se consumía en bolsa y el precio de la leche larga vida era muy parecido al de la bolsa fresca, suponíamos que si el proyecto tenía éxito, podríamos convertir el mercado con facilidad a larga vida y tener la ventaja del pionero (first mover advantage).

El estudio cualitativo de mediados de 1993 dio excelentes resultados sobre el comportamiento del consumidor: más del 80% de los encuestados se mostró satisfecho con el producto. La leche larga vida se caracteriza por tener un ligero sabor a quemado frente a la pasteurizada, debido al fuerte golpe de temperatura de la ultrapasteurización. Sin embargo, los usuarios no notaron esa diferencia y la leche les duró toda la semana abierta en la nevera, profundizando el agrado del producto. Además, habían recibido un producto seco y no la bolsa de leche fresca que era muchas veces babosa. No tenía tampoco los olores generados por roturas y filtraciones de leche. Lo único que nos preocupaba era que para mantener la leche a salvo de los rayos UV del sol durante los 45 días de duración, la capa intermedia del empaque debía ser negra, y al ser la interna —es decir, la que parecía que estaba en contacto directo con la leche, aunque realmente no lo estaba, pues había otra capa trasparente invisible sobre la negra—, podría dar a los consumidores una impresión algo extraña: ¡la leche daba contra una capa negra de plástico que era igual a la de las bolsas de basura! Hasta entonces, las consumidoras habían estado acostumbradas a las bolsas de leche pasteurizada con paredes blancas por dentro y por fuera, así que la pared interna negra generaba ciertas inquietudes.

Con mayor tranquilidad sobre las perspectivas del consumidor debido a los resultados de los estudios que veníamos que hacer, nos faltaba entender la viabilidad financiera del producto. De acuerdo con nuestros cálculos, necesitábamos llegar a vender la leche larga vida en 4.000 puntos de venta en Bogotá para alcanzar el punto de equilibrio. En aquella época, con un margen bruto del 13% gracias al Tampico —que crecía mes a mes como espuma—, nos habíamos puesto como meta llegar al 20 o 25%, que era todavía bajo, pues ninguna compañía seria de consumo masivo tenía márgenes brutos por debajo del 30%; estábamos todavía en pañales. Iniciamos 1994 tratando de entender si la legislación colombiana permitía el upsizing and downsizing (aumentar y reducir tamaños de envases) que hizo famoso a Coca-Cola. Las normas de etiquetado y empacado del momento eran tan rígidas y oscuras que se creía que solo era posible vender unidades cerradas: litro, litro y medio y dos litros (que era la forma en que se ofrecían al mercado estas referencias de leche en cartón).

Aparte de destacarse por su calidad, duración y apariencia, el producto debía mejorar el precio promedio de la compañía, pero tampoco parecerse a los altísimos precios de la leche Alpina en cartón que, recordemos, era un 50% más alto que la bolsa típica de leche en el mercado. Nosotros habíamos hecho el experimento de importar el producto de Venezuela en 1992 (paralelamente con Nestlé, que lo importaba de Ecuador), pero las ventas eran pobres por el precio tan alto al que debíamos venderlo, como lo mencioné antes. En aquella época, los precios los acordábamos en una mesa de concertación con el Gobierno, en la que participaba el Ministerio de Agricultura, donde buscábamos estar cerca de la inflación del año anterior. Con la Apertura Económica de Gaviria y la liberación total de los precios, los pasteurizadores conversábamos sobre los precios que debíamos poner en el mercado. Solo hasta fines de 1992 se introdujo la legislación sobre fijación de precios para garantizar el libre mercado y la libre competencia mediante la reestructuración de la Superintendencia de Industria y Comercio por medio del Decreto 2153 de 1992. Desde entonces, quedó prohibida cualquier conversación en público o en privado al respecto.

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Alquería tenía deudas mínimas hasta que empezamos el proyecto de leche larga vida en 1995. A partir de ahí empezamos a crecer hasta el desborde. La Figura 4 muestra solo la deuda en pesos y no tiene relación con la generación de caja, que luego fue aumentando con el tiempo.

En ese entonces, en La Alquería no usábamos la herramientas de evaluación financiera de proyectos, así hubiéramos aprendido sobre valor presente neto (VPN) y tasa interna de retorno (TIR) en la universidad; operábamos “por antenitas”, usando la expresión de papá. Por el contrario, sí teníamos claro que el margen bruto del producto debía estar por encima del 22% para pagar las deudas que se contraerían en la compra de la maquinaria e invertir en el desarrollo de la empresa. El reto era claro: ¿cómo despegarnos del alto precio instaurado por Alpina, en medio de las presiones externas causadas por un mercado lechero cerrado al mercado internacional, aunque, por lo menos, liberado en precios en el mercado interno?

¡Ya, nos fuimos!: gracias al uruguayo

A mediados de 1994 íbamos y veníamos con Marteen Dirkzwager, de Stork, y con Gerardo Costa, de Prepac. Seguíamos muy indecisos del proyecto de la leche larga vida, sobre todo por el tamaño de la inversión, los tiempos y el momento de arranque. Era jugársela el todo por el todo. En algún lugar había leído la que podría ser la ‘fábula’ de la producción de Blanca Nieves y los siete enanitos, la famosa película de Walt Disney, creada en 1937 y que tuvo un costo de $1.5 millones de dólares, seis veces su presupuesto original, que a su vez era ya, en 1934, diez veces el presupuesto de la mejor película animada creada hasta el momento. Si la película no hubiera sido el éxito que fue, seguramente habría quebrado a Disney.

El uruguayo Gerardo Costa volvió a Colombia en junio de 1994, un poco desesperado de nuestra parálisis. Nos dijo que había visitado a un gran competidor nuestro para mostrarles el proyecto y que traería la máquina envasadora para exponerla y, en últimas, venderla en el Congreso de Fepale (Federación Latinoamericana de Lechería), que se llevaría a cabo en noviembre de ese año en Medellín. Esa perspectiva nos hizo tomar la decisión. La máquina que vendría a Medellín lo haría con estatus de zona franca, lo que implicaba que se podría reexportar, pero ya sería nuestra. Allí nos encontramos con todos nuestros colegas pasteurizadores y recuerdo que todos le dábamos la vuelta a la máquina y no mirábamos a nadie a los ojos. No teníamos nada que esconder, ¡pero parecía! Era un proyecto al que le habíamos trabajado durante dos años seguidos y en el que nos habían ‘empujado a la piscina’.

Preparamos la inversión con Camilo Camacho, nuestro gerente financiero, sabiendo que todo era a deuda, hipotecando la tierra que había conseguido con mucho esfuerzo mi abuelo. Decidimos usar la bodega que habíamos construido hacía dos años para almacenar la leche larga vida en cartón que habíamos traído de Venezuela para probar el mercado en 1992, pero los altos inventarios bajaban muy lentamente, lo que indicaba la poca rotación del producto en el mercado. El espacio requerido era para el ultrapasteurizador Stork (el más pequeño del mercado, que podía procesar 4.000 litros hora), la envasadora y la sala de aire positivo, además del inventario de una semana que debíamos tener para garantizar la calidad en las pruebas de laboratorio, como lo explicaré más adelante.

Construimos en la mitad de la bodega una ‘cabina’ de aire limpio para la envasadora con el objeto de tener la mayor asepsia posible. A ella solo entrarían los operarios encargados de comandarla y llenar los cestillos plásticos. Montamos motores con tubos y filtros para tener la cabina sellada, de manera que tuviera un aire positivo muy limpio, es decir, que el único aire que entrara a la sala pasara por filtros de alta calidad, parecido a una sala de cirugía. Trajimos de Chile a Francisco Carrasco, el ingeniero de Loncoleche, para que nos apoyara durante dos semanas. Francisco entrenó los operarios, que escogimos entre los mejores operadores de Prepac pasteurizada, y nos dio tips muy valiosos sobre el mantenimiento del equipo de ingeniería. Esto nos permitió entender el funcionamiento de la Prepac y sus posibles fallas, pues cuando hay partes movibles en un equipo, siempre, por definición, hay problemas. Las partes movibles eran varias: por ejemplo, los cilindros que jalaban el plástico desde el rollo, las piscinas de esterilización que eliminaban las bacterias del empaque en peróxido y las mordazas que sellaban las bolsas y cortaban el material. El Stork, por su parte, era un equipo con varios motores que empujaban la leche por un lado y el vapor por otro por medio de tubos concéntricos, los cuales eran más sencillos de reparar.

La mayor parte de la bodega estaba llena durante los periodos de ocho días de producción. Por primera vez en su historia, La Alquería tenía inventarios de producto terminado y habíamos comprado estanterías (racks) de cuatro alturas con estibas de madera en las que cabían 16 cestillos cuadrados de 30 × 30 cm. También hicimos algunos cambios estructurales. Uno de estos fue el caso de los cestillos. Los que se habían usado para almacenar y transportar las bolsas de leche fresca desde 1970 eran plásticos apilables que, al voltearse, se desapilaban al caber unos entre otros. Pero tenían un problema: al apilarse, formaban unas ‘uñas ‘delgadas que, en ocasiones, dejaban caer unos cestillos entre otros y, por su peso, reventaban las bolsas de leche que había debajo. Los nuevos cestillos eran los típicos cestillos lecheros gringos de foot by foot (30 cm × 30 cm) en los que cabían cuatro garrafas de galón. En los mismos cestillos que muestra la Figura 5, que tenían cuatro esquinas rígidas y una malla plástica alrededor, cabían 20 bolsas de 900 cc o 18 litros. Daniel Gaviria decidió que se les pusiera una bolsa plástica adentro, pues si había filtraciones en una bolsa, la leche no se regaría gota a gota de un cestillo a otro por toda la estiba. Además, la tecnología ‘larga vida’ requería someter una muestra aleatoria de bolsas a un stress test en un cuarto caliente a 36oC durante 96 horas. Luego de ese periodo, si había alguna muestra del test con problemas, se revisaba todo el lote y posiblemente no salía al mercado. Más tarde, con la aparición de la biotecnología japonesa de la biolumininicencia (tomada de la luz de las luciérnagas), este test se logró reducir a 36 horas, lo que ofreció ahorros en costos de inventario y más espacio para la leche que se hallaba en esta suerte de ‘cuarentena’.

En el mercado existían unas pocas bolsas de leche larga vida de marcas poco conocidas y distribuidas pobremente en empaque tricapa (tres capas). Estas las procesaba y vendía una pequeña fábrica ubicada en Boyacá. Aunque sabíamos que otras marcas habían hecho ensayos con este producto en otros momentos, problemas técnicos y de otra índole que no conocíamos habían llevado al fracaso de estos proyectos. Nosotros veíamos estas bolsas en empaques de 400 ml en Carulla/Pomona (que acababan de fusionarse): se exhibían en canastillas metálicas, donde difícilmente los consumidores entendían que se trataba de leche. El sabor no era gran cosa, seguramente por tres variables que habíamos identificado: la calidad de la leche en hatos era poco cuidada en su limpieza y frío, el golpe excesivo de temperatura y un empaque que transparentaba la película negra de la capa intermedia, que volvía grisácea a la capa externa y, por ende, muy poco atractiva.

Por ello, en La Alquería sabíamos que nuestro producto larga vida debía destacarse sobre la oferta actual en esas tres variables: por el origen de la leche en hatos que cuidaban mucho su calidad, por el cuidado en el proceso de pasteurización y por el empaque con una capa muy blanca por fuera y la marca roja de Alquería en la impresión para evitar el empaque de color grisáceo. Además, nuestra leche larga vida tendría un tamaño parecido al de la leche vendida diariamente y estaría disponible en los mismos lugares de exhibición de la leche fresca, tanto en supermercados como en exhibiciones secas, al contrario de las ‘piscinas’ que generaba esta leche fresca cuando las bolsas se rompían y que eran muy desagradables para el consumidor. Para las tiendas de barrio diseñamos unos exhibidores de una sola bolsa, y dejamos entre una y dos unidades en cada una. Queríamos resaltar la nitidez y la presentación del producto seco, brillante y sin olores. Esto nos llevó a una disyuntiva para la que no estábamos preparados: si la distribución era de cestillo en cestillo o más (de 20 bolsas cada uno), ¿cómo haríamos para entregar dos bolsas por tienda? ¿Cómo cambiarle el cassette a nuestra fuerza de distribución de contratistas? Ya sabíamos que el modelo de entregar pocas bolsas por tienda era inmanejable debido al modelo de ‘tienda andante ‘que describí anteriormente, donde los contratistas solían evitar a los clientes ‘chichipatos ‘por pedir pocas cantidades de producto. Le dimos muchas vueltas al proceso, pues debíamos mezclar de alguna forma los dos modelos de distribución: el de los supermercados y tiendas del norte, y el de los contratistas de la bolsa fresca del sur. El de los supermercados y tiendas del norte, como mencioné arriba, era el del cartón y cubría unas 300 tiendas; mientras tanto, los contratistas del sur y Suba llevaban solo bolsas a aproximadamente 1.500 tiendas.

En una visita con nuestro departamento de sistemas a Cali fuimos testigos de la entrega directa que realizaba Jack ́s Snacks —la empresa que por aquel entonces producía los ‘chitos’ y otros productos de mecato como Manimoto— en minivanes que facturaban con impresoras al interior. Fui testigo de su forma de operar: el vendedor se bajaba, tomaba el pedido de la tienda, volvía a la minivan a recoger el producto, emitía la factura y entregaba finalmente el producto al tendero. Este ejemplo de venta directa fue para mí un ‘lamparazo’ —de nuevo, la serendipia— y me hizo preguntarme si en La Alquería podríamos dividir la toma del pedido de la entrega en etapas. Como vimos antes, nuestros contratistas, más que vendedores, eran ‘entregadores ‘de producto. Si el preventista —el nuevo vendedor— pudiera tomar el pedido y dedicarle más tiempo al tendero saludándolo, tomando la orden del producto, preguntándole por la recepción del producto entre los consumidores y convenciéndolo de dejar otras referencias, resolveríamos parte del problema que se presentaba al extender el portafolio de productos con el contratista (Tampico de dos o tres referencias, bolsa de leche, cartón de leche y, ahora, bolsa de leche larga vida). Por supuesto, ni se diga lo que pasaría con la distribución, que se volvería más compleja.

Volvimos a Bogotá con el borrador de la idea en la cabeza, pero aún no estaba madura.

Teníamos varias preguntas: ¿de dónde saldría nuestro vendedor? ¿Cómo pasaría el pedido a la bodega? ¿Cómo lo recopilaría el entregador? ¿Cuáles serían los tiempos y movimientos del vendedor? ¿Cuántos clientes podría visitar diariamente? ¿Cuántos pedidos traería? ¿Y lo mismo para el contratista-entregador del producto al día siguiente? No obstante, teníamos claro que era necesario cambiar el modelo existente. Si lográbamos diferenciar el producto en el nuevo modelo de distribución, iríamos mucho más lejos. Como era un nuevo modelo, teníamos que repensar el sistema sin afectar demasiado el existente, pues si lo implementábamos de la forma incorrecta podríamos causar un caos en el sistema de ventas.

Siempre dándole vueltas a la forma de llevar productos a los consumidores, le pedí a nuestro cazatalentos, Antonio José Sánchez, ‘Jota’, de la firma cazatalentos Boyden, las hojas de vida de las personas que podrían montar un esquema de máquinas dispensadoras de jugo como las de las gaseosas, pero para el jugo Tampico. Efectivamente, me mandó un par y procedí a contactar y entrevistar a las personas. Una de ellas, Ernesto Pfeiffer Franco, había trabajado durante más de una década en la distribución de Coca-Cola por todo el país y había manejado el tema de las máquinas dispensadoras. Conversamos un par de horas y luego apareció de nuevo la serendipia: estábamos sin un gerente sólido de ventas —el anterior había durado poco—, pero me preocupaba nuestro proyecto de leche larga vida: ¿quién le haría el seguimiento? ¿Cómo debíamos replantear las ventas en la organización? ¿A quién habría que traer de nuevo? Un par de días más tarde llamé a Jota y le pedí que le hiciera una oferta de trabajo a Ernesto como jefe de ventas de producto de la leche larga vida. Aceptó encantado: estaba de salida de una cadena de pizzerías en la que era socio con unos amigos y el emprendimiento no iba muy bien.

El 1 de abril de 1995 reunimos a todo el equipo de La Alquería —alrededor de 500 personas— en la vieja casona de Fagua, les presentamos el proyecto de leche larga vida y los invitamos a conocer lo que en ese momento era la miniplanta del producto. Cada colaborador se llevó varias bolsas del producto a la casa. Al día siguiente madrugamos con

Ernesto para ver la entrega y receptividad de los tenderos de la bolsa de leche larga vida de 900 ml, a la que habíamos puesto un precio ligeramente superior al de la bolsa de leche fresca pasteurizada. Hay momentos en la vida que no se olvidan. En una panadería en el barrio Santa Bárbara, en la avenida 19 con calle 126, le entregamos dos bolsas al tendero. En ese momento llegó un ‘ruso Se desayuno. su para leche de bolsa una para $500 con 17′ la ofrecimos y se la llevó dichoso, la abrió por el camino y se la fue tomando.

El resto del arranque es historia y el éxito fue instantáneo. En abril, la cantidad de leche siempre crece por la temporada de lluvias, pues las vacas tienen más pasto, y no fue muy difícil incrementar el acopio de los 5.000 litros diarios iniciales que requirió el proyecto. Nuestro acopio en ese momento era de 120.000 litros diarios, que crecería en 20.000 al final del año para alcanzar los 140.000. En la tercera semana de abril tomamos la decisión rápida de hacer un pedido de dos máquinas adicionales de envasado a Prepac Francia, pues supimos muy pronto que estábamos desbordados por los pedidos. Las máquinas llegarían en agosto, pero el cuello de botella estaba en el ultrapasteurizador, que se demoraría ocho meses en instalarse. Nos decidimos por una envasadora Tetra Pak VTIS, que es un proceso llamado ‘directo’, que tenía un menor impacto sobre el sabor ligeramente quemado de la leche, pues la leche no se calentaba por tuberías sino por chorros de vapor estéril (de ahí el nombre). Tetra Pak nos miraba con cierta reserva porque la bolsa era su competencia, pero siempre estuvo disponible para que conversáramos sobre equipos de proceso. Era una máquina compleja de poner a funcionar, pero al contrario de Prepac, como ya lo sabíamos, Tetra Pak no tenía problema en el proceso de montaje y arranque. Nos fuimos ‘largos’ con una máquina de 13.000 litros hora de Tetra Pak más la de 4.000 litros hora del Stork. De esta forma, la capacidad de proceso nominal nos quedaría en 300.000 litros día.

Eran sueños grandes y habíamos dado el primer paso de crecer en ventas: de cinco millones de litros en 1995 pasamos a 15 millones adicionales en 1996, y sumado a lo que vendíamos en bolsa fresca y en garrafas, ese año llegamos a un total de 45 millones de litros vendidos. El acopio pasó de 120.000 a 150.000 litros día y expandimos la base de personal a cerca de 800 personas desde la planta, pero sobre todo en el área de ventas. El número de rutas empezó a crecer con la preventa, el nuevo modelo de distribución, que tomó forma clara después de asistir con Ernesto Pfeiffer en agosto de 1995 a una conferencia de distribución del profesor Louis Stern, del Kellogg School of Management de Chicago. La conclusión del evento fue que todas las formas de distribución eran válidas: esto nos abrió la mente frente a las precarias concepciones que teníamos sobre entrega del producto.

Pronto montamos una distribuidora de preventa detrás del Club Militar, ubicada en la avenida de las Américas, en una bodega no muy grande a donde llegaban los preventistas en la mañana para reunirse en grupos y salir con objetivos claros a visitar clientes, mientras que en la tarde llamaban a dictar los pedidos de sus clientes. Una ruta de entrega cubría entre uno y dos preventistas debido a los tamaños pequeños de los pedidos; en efecto, tomaba mucho más tiempo entregar pedidos pequeños en distintas partes de la ciudad, pero tomarlos y caminar de una tienda de barrio a otra tomaba aún más tiempo. De esta forma, creció poco a poco la distribución en tiendas pequeñas, ‘los chichipatos ‘de los contratistas. El modelo era viable y nos permitía un nuevo bastión de crecimiento.

Cuando el presidente Uribe declaró alguna vez que él era el ‘cirirí’ de los militares y que, gracias a ello (y a ellos) el Gobierno había podido avanzar un gran trecho en la lucha contra las FARC, yo supuse que yo era el ‘cirirí’ de Ernesto Pfeiffer en la distribución y que por ello (y gracias a su paciencia) habíamos llegado a tantos puntos de venta, pasando de los 1.800 de 1992 a los 170.000 que dejó Ernesto al retirarse de Alquería en 2020

Uno de los procesos clave del lanzamiento de la bolsa de leche larga vida era investigar su uso entre nuestras consumidoras, que eran nuestras principales usuarias y compradoras.

Sabíamos por estudios internos que en Colombia, en el 92% de las ocasiones era el ama de casa —trabajando fuera del hogar o no— quien tomaba la decisión de la marca de leche que se compraba en el hogar. Muy pronto después del lanzamiento, en mayo de 1995, iniciamos entrevistas individuales para entender percepciones y comportamientos. Uno de los elementos que más nos preocupaba al ver los resultados era que las amas de casa, de acuerdo con las respuestas, seguían hirviendo la leche. El problema era que si la leche se hervía nuevamente después de la alta exposición a la temperatura del proceso de ultrapasteurización, la resistencia de la proteína presente en la leche podría disminuir y darle a esta el aspecto de leche cortada. En la investigación también nos dimos cuenta de un hecho crítico: ¡habíamos desarrollado la primera leche en bolsa lista para consumir! El empaque decía ‘No necesita hervirse ‘y las amas de casa confiaban en la marca. De este modo, empezaron a dejar de hervir la leche. Volvíamos al ‘Sírvase directamente de este empaque ‘de Enrique Luque Carulla y que generaba confianza en las consumidoras. Les estábamos ahorrando a las amas de casa las aburridas tareas de hervir la leche, meterla a la nevera para enfriarla y esperar para servirla. La proporción de personas que hervían la leche La Alquería bajó notablemente y siguió disminuyendo notoriamente en los siguientes años hasta llegar a un 20%. Después de esta cuantificación, nunca volvimos a medir ese factor.

También hicimos una encuesta cuantitativa en hogares que incluía una entrevista a la compradora y usuaria con verificación de producto. Recuerdo que en una de las salidas a campo acompañé al entrevistador y llegamos a una casa donde la señora declaró que era usuaria de la leche larga vida. Nos dijo que no la hervía, que la tomaba y la servía directamente del empaque. Le preguntamos varias veces por la marca y dijo que era “marca larga vida”. Cuando le pedimos que nos mostrara el empaque, sacó una bolsa de leche larga vida La Alquería y nos dimos cuenta, solo en ese momento, que ‘leche larga vida ‘se leía bien en el empaque, mientras que la marca, que estaba ubicada en la mitad del empaque (la vaca ‘San Bernardo’ en el círculo azul), no era tan legible. Obviamente, esto nos preocupó mucho y empezamos a buscar alternativas de diseño. Un estudio cualitativo que realizamos posteriormente reflejó la misma situación de uso del producto.

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Por esta época nos contactó la empresa de investigación de mercados Nielsen, con quien habíamos trabajado, pero no sabíamos de sus estudios cuantitativos. Nos mostró los resultados de nuestro crecimiento en volumen en 1996 y la participación de mercado a nivel nacional, que era superior al 70% en leche larga vida; Bogotá tenía el 85% del mercado, aunque Cali empezaba a crecer, lo que nos hizo pensar en este mercado, como lo diré luego. Éramos tres jugadores: Alpina, que producía en Sopó; Nestlé, que importaba desde el Ecuador, aunque con una presencia y participación fluctuantes en ese momento; y La Alquería, con su bolsa de leche larga vida, habiendo ya agotado nuestras existencias de leche cartón larga vida traída desde Venezuela. Para mí, Nielsen fue un indicador y al mismo tiempo una escuela: sus informes comparaban las distribuciones numéricas de la distribución (aunque con márgenes de error) con nuestra cifras internas, que eran claramente comparables, aunque nunca exactas. También mostraban la distribución ponderada —es decir, por importancia de la tienda en venta de leche— y por tamaño de tienda (otro concepto de ventas desconocido para mí hasta ese momento). Igualmente, desconocíamos el concepto de ‘agotados’, que mostraba que en la anterior encuesta de Nielsen habíamos tenido producto en la tienda y ahora no había y que, al igual que la ponderada, no nosotros no podíamos medir. Nielsen tenía una idea de la competencia que nunca he compartido: había que estarla vigilando continuamente. De aquí se desprendía la idea de que el que no compraba los estudios de Nielsen, solo se veía a sí mismo. Sin embargo, a pesar de no compartir la práctica de ‘vigilar’ la competencia, lo que Michael Porter critica en su famoso artículo sobre estrategia —al que me referiré más adelante—, sí era consciente de que había que entender el mercado e identificar dónde crecían en ventas y la distribución, dónde faltaban productos, que tamaños se vendían mejor, etc. De alguna forma era como el Big Brother18 de George Orwell en su novela 1984 mirando desde arriba. Más tarde, en 1996, vinieron dos estudios adicionales de Nielsen que nos hicieron la vida más fácil: el estudio que nos permitía ver el consumo desde los hogares (el Home panel) más allá que desde las tiendas, y el de distribución numérica (LSDA, sigla de large scale distribution analysis). Desde entonces, en Alquería usamos el speak insight para conocer al consumidor: cuando alguien en la empresa hable del ‘consumidor’, debe referirse a un estudio específico o calificar su comportamiento como ‘hipotético’. Usamos el speak insight para entender si la conversación que estamos teniendo sobre el consumidor está basada en ideas personales o en información cualitativa del consumidor. También aplicamos la frase gringa que dice “In God we Trust, everyone else brings data” (En Dios confiamos, el resto trae pruebas).

Unos años más tarde, en 2002, el Departamento de Investigación de Mercados de Alquería se volvió una realidad. De esta forma, los ejecutivos de mercadeo ya no tenían que estar todo el tiempo cotizando y revisando propuestas de investigación y analizando resultados de estudios de mercado en forma individual. Hoy tenemos un departamento que califico sencillamente como “los ojos de Alquería en el mercado” y que Lucía Roncancio ha liderado espléndidamente.